Desde que vivo en El Masnou no recuerdo que hayamos pasado más de cuatro días seguidos sin ver el sol. Por eso hoy me he levantado confiado en que, por fin, nos sacudiríamos los grises, remontaríamos las nubes bajas y emergeríamos a la luz del cielo azul. Y, efectivamente, un sol precioso está alzándose, majestuoso, sobre el pueblo, ascendiendo del mar como si se sacudiese el agua de estos días. Ayer estuvo todo el día lloviznando y, sintiéndome recluido en la muelle comodidad de mi casa, salí a a pasear al anochecer, cojitranco, evitando el peligro potencial de las hojas secas, enemigas declaradas de los viejos. Apenas había gente por la calle. Solo me encontré con grupos reducidos de adolescentes que ni pueden estar en casa ni tienen sitio al que ir cuando salen de casa, así que se juntan en cualquier lugar a pasar frío como gorilas bajo la lluvia, mientras se comentan lo que han encontrado en sus móviles. Hay en los días 25 y 26 de diciembre como una resaca colectiva en la que todo empuja a hibernar en el sofá familiar, arropados por una manta, despotricando del turrón que no paramos de comer, viendo triviales películas familiares y comentando que el año que viene vamos a cocinar menos porque llevamos varios días comiendo sobras. El sol continúa su ascenso. Es un sol protector que anima a salir de casa y a buscar una terraza protegida del viento en la que desayunar y pasar el rato simplemente disfrutando del dulce placer de seguir sin hacer nada.
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