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jueves, 13 de agosto de 2020

Nosotros, los pícaros...

Si puede considerarse la Celestina como el precedente más claro de la novela picaresca, es porque en El Lazarillo de Tormes, en El Guzmán de Alfarache, en La Vida el Buscón o en Rinconete y Cortadillo se oye diáfano e inmediato el eco de la risa de aquella zurcidora de voluntades que fue la sabia y amoral Celestina. 

Aquí, entre pícaros me encuentro ahora en mi viaje turístico por el Siglo de Oro.

Uno lee la maravillosa novela picaresca y no puede dejar de recordar que es contemporánea de la gran literatura mística y de toda la prosapia de hidalguías, grandes de España y dignificación de la honra que recorre el reinado de los Austria. En esta contemporaneidad se despliegan todos los tipos del "discreto", que es aquel espabilado que sabe encontrar la mejor respuesta a los interrogantes y aprietos que le salen inesperada y urgentemente al paso. El discreto, con toda su ambigüedad, es el auténtico protagonista de la literatura del Siglo de Oro.

El místico se cree discreto porque pone su vida, al completo, al servicio de un amor obsesivo a Dios, hasta tal punto que todo lo que no sea Dios pierde tanto valor a sus ojos que, finalmente, le resulta invisible, por ínfimo y precario. El místico hace invisible el mundo contingente para hallar en el fondo de su invisibilidad la luz de lo necesario.

El hidalgo se cree discreto si es capaz de acrecentar su honra o, en su defecto, enmascarar su mengua.

El pícaro see cree discreto si es capaz de no pasar un día sin comer.

Pero, claro está, este teatro de las formas de la discreción no sería literatura si no estuviera relatado por la pluma de la genialidad. Si no hubiese existido el Quijote, el Siglo de Oro seguiría siendo el Siglo de Oro, porque ahí estarían Fernando de Rojas o Mateo Alemán o San Juan de la Cruz... o esa joya de orfebrería literaria que es Rinconete y Cortadillo, donde la discreción del miserable se dignifica a sí misma al creer de buena fe que los innumerables esfuerzos cotidianos que debe afrontar para librarse del peso de la conciencia, bien merecen a los ojos de Dios algún mérito.

5 comentarios:

  1. Da vértigo pensar a qué velocidad debe usted de leer

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    1. Ocurre que duermo poco, no leo la prensa y veo poco la tele. ¿Sabe, en estas condiciones, la de horas que tiene el día?

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  2. Seguramente esté usted en lo cierto, Don Gregorio.
    Mi primer encuentro con estos clásicos tuvo lugar de joven, en el instituto. Apenas recuerdo gran cosa, salvo las vívidas descripciones de las trastadas del Lazarillo. Es posible que alguna ni la haya leído (quedan como tarea pendiente). Pero,fuera como fuere, cualquiera de dichas obras quedó eclipsada por la lectura del Quijote.
    Tuve la suerte de tener acceso a un facsímil del original (considero que el castellano antiguo aumentó considerablemente el placer de la lectura).
    Tanto la progresiva quijotización de Sancho como la sanchificación de Don quijote impresionaron en gran medida mi mente juvenil, revelándome que cualquier encuentro, ya sea con un loco, como Don Quijote o con un llano,como Sancho, es fuente de enriquecimiento personal.
    Desde entonces busco en cada persona con la que la vida me cruza ese plus de enriquecimiento.
    Es muy posible que usted tenga razón, que sin el Quijote el siglo de oro seguiría siendo el siglo de oro. Pero, sin duda, la obra de Cervantes le dio más lustre.

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    1. El Quijote es una obra infinita, inmensa, genial. Pero su grandeza hace sombra a otras obras que, aunque más pequeñas, no dejan de ser obras de arte. Digamos que sentimos más vergüenza reconociendo que no hemos leído el Quijote que admitiendo que no hemos leído la Celestina.

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    2. Estoy totalmente de acuerdo con usted.
      Lamentablemente no siempre se lee una obra en el momento adecuado.
      Así que siguiendo su criterio creo que retomaré la Celestina en busca de ese néctar embriagador que en su momento no supe apreciar.

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