En febrero de 1924, Primo de Rivera desterró a don Miguel de Unamuno a Fuerteventura. Pero aquel dictador extraño, que pactaba con Largo Caballero y mandaba al exilio a Unamuno, ya estaba arrepentido de su gesto para finales de junio. A Unamuno no le sentó bien el gesto de misericordia, y para no darle oportunidad al dictador de mostrarse generoso, en lugar de aceptar el indulto, se autodesterró a París. Unamuno era muy suyo. Mientras permaneció en esta ciudad, la embajada española contrató a un vigilante para que tuviera informado al embajador de las idas y venidas del filósofo conspirador. Pronto fue consciente Unamuno de que era seguido por las calles parisinas por un extraño con pintas de tener muy malas pulgas. Sin embargo, cuando entraba en un café o en un teatro su vigilante se cuidada mucho de cruzar el umbral y permanecía a la intemperie, padeciendo el frío y la lluvia. Apiadado de él, Unamuno lo invitó a compartir a su lado el calor de las estufas y el vino. El vigilante se acabó convirtiendo en una amigable compañía.
"Así les ha pasado a los Ángeles encargados de nuestra vigilancia -le dijo Eugenio d'Ors a una periodista argentina en su residencia de la Ermita de San Cristóbal-... A fuerza de estar a nuestra vera han acabado por renunciar a la severidad que para con nosotros podían tener en ciertas circunstancias y sólo complacencia y amistosa custodia nos dispensan".
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