viernes, 30 de septiembre de 2011

Tras la virtud

Uno de los fenómenos morales más curiosos del presente es el olvido de la virtud y la omnipresencia del valor. Todo mundo reclama más valores, pero no hay nadie que reclame personas más virtuosas.

Esta cosa del valor a  mi me parece muy extraña. En primer lugar porque tiene mucho de fenomenal jeremiada. Todo el mundo tiene valores, desde una banda de ladrones a los ex-gestores de la SGAE, pasando por proxenetas, terroristas y adulteradores de medicinas infantiles. Lo que pasa es que sus valores no nos gustan. Nos gustan los nuestros. Pero son nuestros no porque los tengamos, sino porque nos permiten enjuiciar a los otros cuando nos vestimos con la toga moral y condenarlos a galeras. Sospecho que la reclamación de más valor es la manera que tenemos de representar socialmente que somos valiosos o, al menos, que no somos miembros de una banda de ladrones, ni ex-gestores de la SGAE, ni proxenetas, ni terroristas ni adulteradores de medicinas infantiles.

Pero quería hablar del olvido de la virtud.

En el catecismo que yo estudiaba a mis siete años se diferenciaba entre virtudes teologales y virtudes cardinales. Las primeras son la fe, la esperanza, y la caridad. Las segundas, la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza. ¿Qué ha pasado con ellas?

Lo teologal se ha hecho doméstico, y cada cual anda poniendo su fe, su esperanza y su caridad en sus precarios altares de andar por casa. En correspondencia -porque nuestro mundo es lo que se muestra cuando afirmamos nuestra fe, sea la que sea-, las virtudes cardinales también se han convertido en virtudes de recorta y pega. La prudencia la hemos dejado en manos de las compañías aseguradoras, de la policía de tráfico y del Estado paternalista (¡qué imprudente, esta última cosa!); la justicia, todo el mundo sabe que es un arcano asunto de jueces y abogados y si fuera alguna cosa más, se llamaría equidad (que es el nombre que le damos a algo que no nos gustaría ver realizado: la uniformidad); la fortaleza es un asunto de médicos, preparadores físicos y vendedores de anfetaminas; respecto a la templanza, los que saben de esto son los terapeutas, psicólogos y coachs.

Y esto es lo que tenía que decir, antes de ponerme esta mañana con Los discursos de Maquiavelo.

6 comentarios:

  1. Puede parecer un mero juego de palabras, pero frente al olvido de la virtud, ¡qué poco se practica la virtud del olvido! El afán de tener presente hasta el más mínimo agravio nos hace, literalmente, la vida imposible. Nos falta generosidad, abnegación y "desinterés". En nuestors días, sin embargo, la mano izquierda está más que atenta, hipnotizada, en lo que hace la derecha, con un control irracional. ¡Ah, la inmoralidad del moralismo militante!
    La virtud del olvido permite, entre otras cosas, volver a disfrutar de películas y libros "casi" con la virginidad de la primera vez.

    ResponderEliminar
  2. Magnífica entrada sobre el olvido de la "virtud", que me resulta inquietante frente a lo que se llama Educación en valores, es decir, las consignas inoperantes que se empeñan en que repartamos los agentes relativistas del sistema educativo como caramelitos insulsos entre los alumnos.
    Saludos.

    ResponderEliminar
  3. Juan: Desde hace años vengo considerando, por influencia nietzschean, que hay dos virtudes mayores: el mantenimiento de la palabra dada y el perdón. A

    ResponderEliminar
  4. José Miguel; Para febrero -me dicen en la editorial Barcino- saldrá un pequeño panfleto que he escrito en catalán en defensa de la virtud escolar. Parto de la convicción de que la virtud es el arte de cumplir excelentemente la misión encomendada, por lo cual las virtudes que debe cultivar la escuela son aquellas que se derivan de la afirmación de su propia naturaleza. ¿pero cuál es la naturaleza de la escuela? No me preocupan las tesis postmodernas, porque simplemente considero que los postmodernos no tienen ni idea (y no saben que no tienen ni idea, cosa que es peor). Mi respuesta es que la función de la escuela es ayudar al alumno a cumplir con su deber moral de ser inteligente.
    La verdad es que tampoco se vive tan mal en la trinchera.

    ResponderEliminar

La Isla de Siltolá

 I Finalmente, después de varios intentos fallidos, el mensajero nos ha encontrado en casa y me ha entregado los ejemplares de Una triste bú...