A veces nos encontramos de golpe viviendo un momento de euforia. Todo parece estar en su sitio preciso y todo parece encajar para bien. Algunos dicen que eso es la felicidad. Yo creo que esos son los momentos en que nos visita la santa cursilería. Que quede claro mi respeto por la cursilería puntual que se conoce a sí misma y, por eso mismo, se abandona a su almibarada presencia con los brazos completamente abiertos. No hay que desaprovechar estas pasajeras pero plenas experiencias de diabetes psíquica en las que parece tan evidente que la vida ya no está en otra parte, sino allí mismo, y que la llevamos embridada a nuestro antojo.
Todo esto es un prolegómeno un poco tonto para hablar de Los tigres del norte.
Imagínense ustedes ayer a las seis de la tarde a Gregorio Luri camino de Manlleu. La luz declinante de un sol generoso envolvía en una ligera nieblilla el paisaje. Todo estaba próximo y todo parecía asequible. Los árboles, las nubes, los pueblecitos remotos, los ríos. Un escenario magnífico para que Los Tigres del norte sonaran con fuerza en el coche y un servidor de ustedes se dejara la voz cantando con ellos.
Llegué a la conferencia con la garganta deshecha. La primera fila de la derecha estaba ocupada por mujeres musulmanas, madres de alumnos de la escuela. La sala de actos estaba a rebosar, pero yo no podía por menos de dirigirme a aquellas mujeres. Hasta conté en su honor una historia del profeta. Ante la mirada atenta de aquellas mujeres, empeñadas en que sus hijos conozcan un mundo mejor que aquel en el que ellas han crecido, uno sabe que tiene negada cualquier concesión a la cursilería.
No se si es cursileria precisamente la palabra más adecuada para relacionarla con Los Tigres del Norte:)
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