"En enero", decía mi madre, "se hiela el agua en el puchero".
Pero de repente te sorprende un día como el de hoy y no hay refrán al que recurrir para explicarlo.
Estos días que brotan espléndidos en la intemperie del invierno, ofreciéndonos un cielo azul limpísimo, una atmósfera diáfana y un sol generoso, son una delicia que apetece saborear con sorbos cortos.
Tras unos días de frío intenso y, previsiblemente, ante otros días heladores, el sol te entra generoso, a raudales -claro- por las ventanas animándote a salir a la calle, a pasear sin prisas, a ir a comprar unos tomates al sitio más alejado del pueblo, a tomar un café en la plaza, estirando las piernas y echando el tronco para atrás (sin sacar del bolsillo el libro que has traído para leer), como animales de sangre fría que necesitan recargar su depósito de vitalidad.
En días así, todo cuadra, salen todas las cuentas, y nos sentimos poseídos por un espíritu jovial y afable, como si el sol de invierno fuese el heraldo de la filantropía.
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