Es imposible leer a Philip Rieff sin preguntarse continuamente qué es, exactamente, eso que llamamos cultura. Es imposible, sobre todo, en nuestros días, cuando hemos convertido todo en cultura y hablamos de cultura de los jóvenes, de cultura infantil, de cultura de las cárceles, de cultura digital, de cultura de masas, de cultura de las emociones, de cultura de lo cotidiano, de cultura de la noche, etc., etc. Todo es cultura porque entendemos la cultura horizontalmente, de manera plana, como lo que hacemos, como una conducta peculiar que no nos exige nada. Hemos abandonado la exigencia ascensional de la cultura vertical. Pero precisamente porque estamos asistiendo en nuestras sociedades modernas al espectáculo enorme -y deprimente- del abandono democrático de la alta cultura, es más pertinente que nunca la pregunta qué es la cultura. Para Rieff es un ejercicio de sublimación colectiva que cumple socialmente el papel que el superyó individual cumplía para Freud. Ese papel es, fundamentalmente, el de ocultar la crueldad ciega de la naturaleza y, sobre todo, ocultar nuestra soledad esencial. La alta cultura (que tanto amaban él y su mujer, Susan Sontag) no es tanto un producto como una intensidad: la intensidad con que algunos grandes hombres temerarios se interrogan continuamente, siglo tras siglo, sobre qué es la cultura y nos muestran así las puertas que se abren al vacío y a la ausencia de rostros tras nuestras máscaras. Lo hacen con tan excelsa calidad que los pequeños hombres vemos la belleza de sus obras y nos quedamos cegados por ella.
miércoles, 12 de noviembre de 2025
martes, 11 de noviembre de 2025
Artistas de la propia vida
Nietzsche primero y, después Wilde, Deleuze, Foucault y tantos otros han defendido que tras la muerte de Dios el reto es hacer de nuestra propia vida, autónomamente, una obra de arte, lo cual le suena muy bien a la mentalidad moderna, porque nos constituye a cada uno como artistas. Pero reconozcamos que ser un buen artista no es fácil. Como me decía hace unos días Christian García Bello, hay algunos artistas que cortan la yerba tras de sí, de manera que es imposible seguir sus pasos. Es el caso de un Picasso, de un Manzoni, de un Warhol... «Su mundo muere con ellos». No los podemos imitar porque dejaríamos de ser artistas para pasar a ser meros plagiarios. Otros, como Velázquez, Giotto o los artista povera «dejan caminos abiertos y permiten que otros cojamos su testigo». Pero a ver quien de entre nosotros coge el testigo de Velázquez. O sea, que o rebajamos las exigencias del arte o no hay manera de ser genuinos artistas de nuestra vida.
Roberto Colom, una de las voces de más resonancia internacional de la ciencia española, lleva tiempo defendiendo que somos nuestros genes. No me convence. En primer lugar, porque no es descartable la existencia de un gen que me fuerce a creer en el indeterminismo. El salto de la epistemología a la ontología no es fácil en el mundo de las cosas humanas, dado que lo primero en sí (la desnuda realidad) no suele ser lo primero para nosotros. Estoy convencido que los científicos deterministas cuando salen de copas se olvidan de que son deterministas. Lo que Zubiri llamaba «la propensión natural de la inteligencia cotidiana», que es un dato científico, no acaba de encajar con la verdad de la ciencia, que es siempre una reducción de la complejidad del mundo de la vida. Nadie le dice a la persona que ama que la ama porque sus feromonas han afectado sus terminales olfativas, aunque pueda ser esta una estricta verdad científica. Sin la confianza en la libertad se nos desmorona toda la cultura humana, comenzando por el derecho.
El mundo de las cosas humanas se sostiene gracias a la convicción de que existe la verticalidad (lo alto y lo bajo) y no solo la horizontalidad (todos somos artistas). Podemos modificar el contenido de lo alto y de lo bajo, pero no su necesidad.
lunes, 10 de noviembre de 2025
El pulpo arbóreo del noroeste del Pacífico
Daisy Christodoulou acaba de publicar un interesante artículo en No More Marking sobre la Revisión Curricular que pondrá en marcha el gobierno británico y en la que destaca la propuesta de enseñar a identificar la desinformación.
¿Han oído ustedes hablar del pulpo arbóreo del Noroeste del Pacífico? Es un sitio web que ofrece, con un aire aparentemente serio, información detallada sobre este animal inexistente. Disponemos de varios estudios que nos indican que los adolescentes que visitan este sitio creen que su información es veraz... incluso después de que se les advierta que es falsa. ¿Cómo enseñamos, pues, a poner en cuestión lo aparentemente verdadero? ¿Tenemos los adultos aprendida esta lección? Hay recursos digitales que nos ayudan a evaluar la fiabilidad de un sitio web, pero pedir a los alumnos que los consulten es como pedirles que busquen en un diccionario las palabras que no entienden de un texto. Esto solo funciona cuando un alumno, primero, no es perezoso, y, segundo, posee un vocabulario lo suficientemente amplio como para entender la definición del diccionario. Si en la definición se encuentra con palabras que no entiende, se resistirá a caer en el bucle de la búsqueda léxica. Y es comprensible.
Solo podemos decir que una información es fiable si poseemos suficientes conocimientos previos sobre ella. Si no poseemos ningún dato sobre el pulpo arbóreo podemos revisar la web que nos habla de su existencia buscando índices de fiabilidad. En este caso hallaremos que está relacionada con la Universidad Kelvinic y la Sociedad para la Conservación del Haggis Silvestre. ¿No es esto sospechoso? Busquemos, para orientarnos, qué hay en internet sobre la Universidad Kelvinic. Google nos dice en su primer resultado que es una institución de educación superior independiente y totalmente acreditada que ofrece programas de licenciatura, maestría y doctorado. Suena bien, luego... el pulpo arborícola gana entidad.
Ocurre algo parecido con el pensamiento crítico. Es universalmente alabado, pero muy escasamente practicado, a pesar de la gran cantidad de métodos que aseguran garantizar su adquisición. Podemos insistirle a un alumno que analice un problema desde múltiples perspectivas. Posiblemente aprenderá la conveniencia de hacerlo, pero si le faltan conocimientos específicos sobre los datos del problema, no sabrá cómo. Prueben de analizar la Teoría de cuerdas desde diferentes perspectivas. O den su opinión sobre la elaboración de la leche de tigre para ceviche si este asunto les resulta completamente desconocido. El juicio crítico sobre una información o se basa en los conocimientos previos sobre el tema, o es una opinión sin fundamento.
Todos estamos expuestos a la seducción del pulpo arborícola. Nos seduce aprovechándose de nuestra ignorancia.
domingo, 9 de noviembre de 2025
Fellow Teachers
Aunque Philip Rieff es hoy el padre de David Rieff y el marido ocasional de su alumna Susan Sontag, yo lo tengo por el más agudo de los tres. Si bien en los tres aprecio la influencia de Leo Strauss. Es bien estraussiana, por ejemplo, la tesis de Philip Rieff sobre Freud: era un moralista que estaba reintroduciendo la moral en la sociedad sin que sus pacientes se percataran de sus intenciones. Necesitaba dar un barniz científico a su terapia porque la ciencia es la máscara que el moralismo moderno acepta una vez perdida su capacidad para tener fe. Como Strauss, Rieff es un firme defensor de la privacidad de la vida filosófica, la única que merece la pena ser vivida. La privacidad es la condición imprescindible para una imprudente libertad intelectual.
De Rieff aprendí que el principio represor (la dialéctica del Sí y del No que caracteriza una cultura) no puede ser reprimido. No hay escapatoria a la autoridad. Siempre hay algo ajeno que nos convoca ante lo real y lo posible, si bien nuestra cultura terapéutica quiere creer que se puede sustituir el principio represor por unas cuantas palmaditas en la espalda. Es decir, por el bienestar. Con George Orwell y Hannah Arendt, ve en la destrucción de la capacidad de mantener creencias firmes, el fundamento del totalitarismo. Tiene a la primera como «una de las guías más fiables de nuestro tiempo» y con ella sostiene que el objetivo de la educación totalitaria nunca ha sido inculcar convicciones, sino destruir la capacidad de formarse». Destruida esa capacidad, la acción queda desprovista de motivación» (Fellow Teachers).
Señalo por último que Rieff se empeñó en resaltar la necesidad de la categoría «de lo sagrado». El intelectual es un individuo «con una sensibilidad inusual hacia lo sagrado, una reflexión poco común sobre la naturaleza del universo y las reglas que rigen la sociedad».
sábado, 8 de noviembre de 2025
La edad del paciente
Cuando Philip Rieff escribió The Triumph of the Therapeutic: Uses of Faith After Freud (1966), intuía que el animal político aristotélico estaba dejando paso al animal terapéutico, de manera que nuestra sociedad se había convertido en una sociedad terapéutica. La disolución de la cultura cristiana (que, como judío, no le quitaba el sueño) y el creciente predominio de la sociedad abierta (en el sentido de Bergson, no de Popper) nos ha llevado a renunciar, por una parte, a «la vida buena» a cambio de la aspiración a «vivir mejor», y, por otra, a la sustitución de la virtud por los valores, entendiendo por valor lo que se espera al final de la terapia. Rod Dreher (La opción benedictina) resume así la cuestión: «El hombre religioso nació para su salvación. El hombre psicológico nació para su satisfacción». Todo esto era para mí una teoría interesante, pero teoría, al fin y al cabo, hasta que me he enterado de que, en una especie de congreso terapéutico celebrado esta misma semana, se ha proclamado con orgullo y alegría que estamos en «La edad del paciente». Obsérvese bien: hay gente que celebra como un ascenso cultural colectivo el haber dejado de ser agentes. Lo que no saben es que, para Freud, todo lo que era legítimo esperar del final de la terapia era la transformación de un miserable neurótico en un infeliz trivial.
viernes, 7 de noviembre de 2025
La Plaza del milagro del mocadoret
Hay en la plaza del Milagro del Mocadoret, en Valencia, una librería de viejo interesante, a la que visito cada vez que ando por la ciudad. Esta vez me ha sido imposible cruzar su umbral. El propietario la abre cuando le da la gana -y en estos días he comprobado que de gana anda muy escaso- y el encargado de abrirla y cerrarla no está dispuesto a dejar entrar a nadie mientras el propietario esté ausente. Me insiste en que no sabe cuándo vendrá, si dentro de un minuto, de cinco, de dos horas... o si vendrá o no. La escena se repite durante tres días, mañana y tarde. Finalmente, al tercer día desisto y me voy con malas caras. Entonces el empleado displicente me grita que si quiero algo concreto, que se lo diga. Pero no, no busco algo concreto. Con lo concreto e inesperado es con lo que me gusta encontrarme en las librerías de viejo.
Llego de Valencia a mi sofá, que siempre me acoge solícito y desbordante de amor. Es bueno tener en la vida algo que siempre tiene la forma de tu deseo. Llegué a casa a eso de las 15:30,, con las rodillas que parecían cáscaras de huevo vacías. Me arrojé a sus brazos y ya no me moví de ellos hasta que el sueño me condujo de la mano hasta la cama. Hay repartidas por el mundo magníficas habitaciones de hotel, con vistas espléndidas e interiores de lujo, pero ninguna es tu casa. Me despierto cuando comienza a amanecer y hago un repaso a la prensa del día. Un repaso superficial y en diagonal, que el interés por la actualidad no me da para más. Me encuentro en un diario con este titular: «La educación sigue siendo el único escudo para frenar la marea de emociones y liturgias que está marcando el curso de la política actual». Dejo de lado la consideración de que educar es armarse de un escudo y, también, la «marea de emociones y liturgias» porque eso es, básicamente, la política. No hay partido político que no juegue con emociones y liturgias, propias y ajenas. ¿Y con qué me quedo entonces? Pues con la sospecha de que los educados son los que comparten mi visión del mundo. A esta concepción sectaria de la educación se le llama también «pensamiento crítico», que ya saben ustedes que es el pensamiento que coincide con el nuestro.
miércoles, 5 de noviembre de 2025
La vida es bella
Me gusta Valencia. En esta ciudad me siento como en casa. Siempre me han tratado bien. Y vengo con la certeza de que me tratarán estupendamente. Me ponen el clima que me gusta, la luz perfecta, los atardeceres más cordiales y magníficos restaurantes me reciben en sus mesas. ¿Qué más se puede pedir? Pues tratándose de Valencia se puede pedir lo inverosímil. Hoy he estado hablando de Aristóteles a doscientos empleados de una fábrica de trenes. Y, después, mientras me enseñaban las enormes instalaciones en las que trabajan la friolera de 4.000 empleados, pensaba que la vida es bella por todo lo insólito que hay en ella.
¿Qué es la cultura?
Es imposible leer a Philip Rieff sin preguntarse continuamente qué es, exactamente, eso que llamamos cultura. Es imposible, sobre todo, en n...