Como llevamos semanas haciéndolo, el recorrido se ha convertdo en hábito.
Mi mujer y yo salimos de casa a eso de las 11 de la mañana, cuando puedo desprenderme de lo que estoy leyendo (que hoy eran los sermones de santo Tomás de Villanueva). Vamos chino chano hasta la plaza Nueva y de allí a un bar del mercado a que nos hagan un par de cafés para tomárnoslos, cara al sol, en las gradas de la plaza. Si es necesario, compramos alguna cosa de comer. Después, seguimos nuestro camino, por Roger de Flor, hasta el paseo. Subimos por Mare de Déu de Núria, entramos en la frutería y, si se tercia, en Can Rac, y volvemos a casa.
A medida que han ido pasando los días, nos hemos ido habituando a encontrarnos con determinadas personas en los mismos sitios. En la plaza Nueva estará una de ellas, dando de comer a las palomas; en la puerta del mercado, otra, comprando solidaridad cívica; poco antes de la plaça de Cataluña nos detendremos unos instantes ante el pobre oficial del pueblo, con su perro tumbado al sol. En Masnou hemos decidido que nuestro pobre oficial ha de ser tratado de manera excelente y todos los que pasamos a su lado le dejamos alguna moneda y él nos saluda como tomando nota de que se va reduciendo la deuda que tenemos contraida con nuestra conciencia. En un banco de la plaça de Catalunya, la R., sola, viendo pasar no se sabe qué. En otro, en el paseo, un señor muy elegante, con sombrero y corbata, leyendo el Marca y más adelante otro, mucho mayor, también vestido de manera impecable, mirando sin ver a los que pasamos a su lado. Etc.
El día que nos falta alguien, lo echo en falta. Ya ven, cada vez me gustan más las rutinas... no porque sean rutinas, sino porque sé lo frágiles que son y, por lo tanto, mantenerse fiel a ellas es como mantener tu fidelidad contra el tiempo. Es como mantenerse firme en una batalla que sabes perdida de antemano.
La rutina es un gesto de resistencia. Es la poesía de la existencia.