A veces, después de una época de trabajo intenso, se apodera de mí una pereza dulce, una somnolienta galbana que me tiene como descoyuntado, como si cada parte de mi cuerpo si hubiera tomado unos días de vacaciones. En estos casos no me apetece ni leer, ni escribir, ni andar, ni cocinar, ni oír música, ni hacer otra cosa que no sea tumbarme en mi sofá a la bartola, arroparme con mi manta preferida, acumular cojines bajo mi cabeza e ir pasando canales de televisión, sin entretenerme en ninguno más de diez minutos. Es como si algo en mí necesitase recomponerse y cargar baterías para la nueva embestida. No solo no siento vergüenza de esta dejadez vegetativa sino que me siento dichoso por poder permitírmelo. Mi mujer me deja hacer quizás porque sabe que esa es casi toda la televisión que veo.
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