Lluvia y trabajo.
Debiera dejarlo aquí. Este 21 de septiembre ha llovido y he trabajado.
Podría añadir, quizás, que a ratos he adelantado algo y que, como tributo a la meteorología, he hecho lentejas. Pero la mayoría del
tiempo he estado dando vueltas a la efigie sin descubrir su enigma, haciendo y
deshaciendo, como el burro de Oknos el soguero.
No creo que lo importante sean las preguntas. Lo importante es la respuesta.
Se podría decir que la respuesta sólo tiene sentido en relación con la
pregunta, pero no siempre es así. Hay veces en que estás en paz contigo mismo y
con cuanto te rodea y te domina una sensación de encaje que es la respuesta directa a
todas las preguntas posibles. La sobreabundancia de respuesta supera a cualquier
pregunta que podamos formular.
Pero esto pasa cuando pasa.
Está en el aire de los tiempos. Hay que hablar mejor de las preguntas que de
las respuestas; del fracaso mejor que del éxito; de la emoción mejor que de la
razón; y de la imperfección mejor que de la perfección.
Aunque el fracaso se ha convertido en virtud, a mi me pone de mal genio,
pero es que igual soy muy raro.
De la emoción estoy cansado de hablar.
Sobre imperfección tengo que decir alguna cosa. Cuando escribí el Elogio de las familias sensatamente imperfectas, estaba pensando en
la sensatez. Cuando me preguntan por ese libro suelen resaltar, sin embargo, la
imperfección. Aquí el matiz es lo que importa.
El hombre, decía Ortega, admite grados. Esto es poco democrático, pero qué
le vamos a hacer. El hombre admite grados. Y así como la perfección no los
admite, la imperfección los admite de sobra. Contentarse con ser imperfecto es
una memez. Al menos, aspiremos a ser lo menos imperfectos posibles, aunque sólo
sea de vez en cuando.
Hay en el aire de los tiempos también una animadversión al principio categórico
kantiano. El deber no tiene glamur. Incluso más de un cristiano que no se
atreve a poner en cuestión los mandamientos, se desahoga criticando a Kant.
Pero aquí, en Kant, sí que son importantes las preguntas. La pregunta que
guiaba a Kant no era la de saber cómo hemos de actuar, sino la de la posibilidad de ser morales fragmentariamente.
Sigue lloviendo. Apago el ordenador. Mañana será otro día.
Todo lo humano admite grados, es cierto.
ResponderEliminarEn cuanto a lo inevitable de la imperfección y su empleo como justificación de la renuncia, Marías titulaba su tratado de moral: "Tratado de lo mejor", pues entendía que hay que procurar el mejor obrar en vista de la circunstancia concreta en que se está. Esto último es importante.
En 1973 se estrelló el famoso avión de futbolistas en mitad de los Andes. Para sobrevivir los supervivientes practicaron el canibalismo con los fallecidos. Una vez rescatados uno de ellos, compungido, confesó lo que habían hecho a un sacerdote y le preguntó si habían hecho algo malo. El religioso le dijo que no sólo no habían cometido pecado alguno, sino no obrar como lo hicieron es lo que habría sido una grave falta.
Recuerdo un amigo que había estudiado flauta travesera en el conservatorio y tras varios años dejó de tocarla. Un día lo animé a que siguiera haciéndolo, y justificó su negativa en que para tocarla en condiciones habría necesitado disponer de varias horas al día, cosa de la que carecía. Es decir, ante la imposibilidad de la perfección, prefirió la nada.
A este respecto escribía Daniel Innerarity en "La filosofía como una de las bellas artes": "... a veces la utopía no es sino la renuncia a mejorar lo existente en nombre de lo inmejorable".
Sobre el cristiano que se desahoga contra Kant, ya contaba el mismo Ortega en "La rebelión de las masas" aquel famoso chiste:
"El gitano se fue a confesar; pero el cura, precavido, comenzó por preguntarle si sabia los mandamientos de la ley de Dios. A lo que el gitano respondió: Misté, padre; yo loh iba a aprendé; pero he oído un runrún de que loh iban a quitá".
Ya sabía yo que estaría usted al quite. Agradecido.
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