Amanece. El cielo está encapotado y agresivo. Desde la ventana de mi cuarto veo las frondosas copas de las jacarandás sacudidas por el viento. Es un espectáculo a la vez humilde -por elemental- y hermoso. Cada rama se mueve a su ritmo y el conjunto -la comparación es manida, pero cierta- tiene algo de oleaje. El verde de las hojas ya es un verde cansado, pero el viento aún arranca de la fronda algún verde luminoso y vivo.
Desde que Homero escribiera en la Ilíada que "las generaciones de los hombres son como las hojas del bosque", en Europa no podemos ver una hoja en otoño sin sentir como una punzada de melancolía teñida de moralidad.
El otoño es la estación moral. Comienza con la caída de las hojas y acaba con ese olor peculiar de las castañas asadas. Los años nos han enseñado que siempre huelen mejor que lo que saben, como tantas cosas en la vida.
"Todo paisaje es un estado del alma", escribe Amiel en su Diario. Y añade: "el que lee en ambos queda maravillado de encontrar en cada detalle semejanza".
El otoño es el paisaje del alma melancólica.
Pero si ha de ser moral, el otoño no puede ser sólo melancólico. La melancolía, al fin y al cabo, es ese último mordisco que le damos al bocadillo que nos está sabiendo tan bueno, que, de repente, sólo sabe a memoria.
La moralidad, si se quiere afirmar conscientemente a sí misma, ha de ser más acción que pasión. Por eso Marco Aurelio nos anima a ser dignos y a agradecer que caemos al pie del árbol que nos permitió brotar.
La imagen del nuevo verdor que engalanará el árbol en primavera no tiene por qué ser triste sólo porque nosotros ya no estemos para verlo.
No debe ser triste.
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