Al escéptico auténtico, el antiguo, le daba pereza hablar. "¿Total, para qué?", se preguntaba. Y no hallaba respuesta, así que permanecía mudo.
El escéptico no le pone mojones a nada, decían los pirrónicos. Y comenzar a hablar ya es poner un mojón en el flujo general de las cosas y, lo que es peor, querer hablar es pretender hablar de algo, para lo cual hay que definir. Y la definición era el absurdo, para el escéptico.
Aceptar la definición era aceptar la conformidad que sustenta la política frente a la inconformidad esencial de la naturaleza.
El pirrónico es un heraclitiano consecuente.
A veces a mí también me da pereza hablar, pero lo mío es pura mandra, porque si comienzo a hablar corro el peligro de iniciar una conversación y se está tan bien en el silencio compartido...
Sin embargo cuando me quedo en casa de Rodríguez, por no poder soportar el silencio de la soledad, a veces hablo conmigo mismo en voz alta.
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