Dije en Sevilla que se vive como se lee.
Lo dije sin pensarlo mucho y después de decirlo me pareció que era digno de ser cierto que se vive como se escribe y que se escribe como se lee y que escribir y leer son como espejos que reflejan bien el enigma de nuestra vida.
De ahí que la densidad de una escritura, esa certeza de que detrás de cada palabra escrita hay muchas lecturas, muchas horas rumiando, una inteligencia afilada y un dominio preciso de la lengua, nos diga más de la vida de un escritor que su biografía. O, al menos, nos muestra algo que no sé si puede decirnos su biografía.
Descubrí a Calvino leyendo a Strauss. En sus Institutes encontré el significado de la piedad, que es el silencio que expresa el reconocimiento de lo sublime. Porque aquello de lo que no se puede hablar no hay que callarlo, sino gritarlo con el silencio. Algunos consiguen insinuarlo con el silencio al que nos conduce su escritura.
Lo que vino a decirnos Rosenzweig con su práctica del Lesendes lernen es que la lectura es el octavo sacramento, cosa que entendí finalmente estas navidades pasadas en las imágenes de María (en quien el logos se hizo carne) leyendo en silencio mientras José intenta dormir al niño.
De todo esto tendría que hablar si me pusiera a escribir sobre la prosa de Armando Pego, que es una celebración de la lectura lenta, es decir, una forma de oración... Como una propedéutica para el silencio.
Al final, todo lo que hacemos se reduce a un intento, más o menos sensato, de dar densidad al presente. Algunos lo consiguen, aunque crean estar reivindicando el pasado.
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