El cine y la pedagogía son dos pasiones modernas destinadas a encontrarse. La razón es sencilla: El cine nace y se desarrolla a la vez que el gran mito del siglo XX, el de la infancia, como lo demuestra Pol Vandromme en Le cinéma et l'enfance (1955). Nos ha salido un mito melancólico, pero es que la fe en el progreso no daba más de sí.
Todo grupo humano empeñado en un propósito colectivo serio, necesita crear sus propias ilusiones sobre la nobleza de sus esfuerzos. El gran propósito colectivo de la Ilustración fue el del progreso, y la ilusión que le asoció fue la escuela. Mejor dicho: la fuerza transformadora de una escuela que democratiza el acceso a la luz de la razón y, por lo tanto, a la liberación de las tinieblas de la ignorancia y la superstición. Cada escuela que se abre es una cárcel que se cierra, decía Victor Hugo.
Si bien, como nos enseña La lengua de las mariposas, la escuela ha resultado ser un reducto frágil de la Ilustración, no por eso parecemos dispuestos a descreer de la fe que hemos depositado en ella. Si la escuela real nos decepciona, soñamos con la escuela ideal. Entre el Robin Williams de El Club de los Poetas Muertos (1989), el Ryan Gosling de Half Nelson (2006) y el François Begaudeau de La clase (2008), la idealidad parece haber ido dejando paso al escepticismo. Sin embargo, las estadísticas nos dicen que la primera película que nos viene a la cabeza cuando nos piden un título sobre cine y pedagogía es El Club de los Poetas Muertos. Alguna cosa debe querer decir esto sobre la singular racionalidad pedagógica.
Si las encuestas dicen la verdad, el maestro que nos gusta no es el diligente que llega puntual a clase y cumple meticulosamente con el programa, sino el artista que se salta horarios, convenciones y programas. El problema es que no sabemos ni cómo crear artistas en serie, ni si las escuelas podrían soportarlos.
El extremo opuesto de Robin Williams sería el Thomas Gradgring de Hard Times, la novela de Charles Dickens adaptada al cine mudo en 1915 por el director Thomas Bentley, que abre de esta manera la vía de la denuncia de una escuela sin alma, anticipando Cero en conducta (1933), Los 400 golpes (1959), If … (1968), The Wall (1982), Las pequeñas flores rojas (2006) y tantas otras. Nuestra escuela está hoy muy lejos de la agresividad cuartelaria que muestran estas películas, pero continúa sin satisfacernos. Seguimos añorando al maestro que la haga realidad como reducto de la Ilustración en la posmodernidad, que sería el maestro que no hemos tenido y, por lo tanto, que dejó en precario el mito personal de nuestra propia infancia. Sospechamos que Robin Williams es el maestro que nos hubiéramos merecido. De haberlo tenido en clase, nuestras emociones serían hoy más inteligentes, nuestra espontaneidad creativa más viva y, por supuesto, no seríamos analfabetos ni en matemáticas ni en inglés. Si no hemos tenido un Robin Williams, alguien nos ha negado la oportunidad de ser mejores de lo que somos. Pero si a nosotros se nos negó tal derecho, podemos intentar que nuestros hijos disfruten de un gran maestro que los eduque de manera no represiva, en la creatividad, el pensamiento crítico, las inteligencias múltiples, la inteligencia emocional y la innovación. Este maestro debería poseer las siguientes características:
(1) No dejarse atrapar por la inercia cautiva y vivir la docencia con la pasión del Jack Black de Escuela de Rock o el idealismo heroico del Sidney Poitier de Semilla de maldad.
(2) Ser un clérigo de la pedagogía, hasta el extremo de subordinar a su trabajo cualquier faceta de su vida. “Un gran maestro”, dice Rahul Khanna en The Emperor’s Club, “tiene pocas cosas externas que recordar. Su vida está volcada en otras vidas”. “¡Yo soy una maestra! ¡Yo soy una maestra, en primer lugar, en último lugar, siempre!”, defiende Maggie Smith en La plenitud de la señorita Brodie.
(3) Plantearse objetivos ambiciosos para todos sus alumnos, sin creer en determinismos sociológicos o intelectuales (en la “curva de Bell”). Estar convencido de que incluso entre los intelectualmente más desfavorecido hay alguna semilla latente de algo hermoso que necesita desarrollo. Si a veces parece excesivamente exigente, como Debbie Allen en Fame, Edward James Olmos (haciendo del gran Jaime Escalante) en Stand and Deliver o el enorme J.K. Simmons en Whiplas, es porque intuye la presencia de esta semilla con más fuerza que el propio alumno. No tiene nada que ver con el Alex McAvoy de The Wall. No se limita a proporcionar experiencias más o menos entretenidas de aprendizaje. Quiere producir cambios notables en las trayectorias vitales de sus alumnos. Es un artista inspiracional y, por eso mismo, no tiene método. Él es el método.
Desde 1939, con Goodbye Mr. Chips, sabemos que el maestro de nuestros sueños no puede ser un maestro ortodoxo. Ha de ser un atleta de la innovación. ¿Cómo se crea un maestro así? Como los reformadores educativos no tienen ni idea, hemos de concluir que hay cine pedagógico para rato.
Acabo de ver la semilla de buena parte de ese cine idealizador del profesor heterodoxo: Es grande ser joven (1956), de Cyril Frankel, con un Joun Mills espléndido, aunque sin alcanzar su interpretación maestra en El Déspota, de David Lean. Se trata de un profesor de música, lo que da pie para la escenificación de algunos números espléndidos. Ligera, espléndida y con su moralina final encantadora. Junto a ella, tengo grabada en el HDD, y no me atrevo a borrarla, Detachment, (El profesor) (2011) de Tony Kaye, porque merece un segundo visionado. En su momento, el de mi juventud iletrada, Rebelión en las aulas (1967) consiguió impactarme, pero quizás fuera por el estupendo trabajo de Poitier. Una curiosa falacia del sistema educativo es creer que los profesores son robots programados fácilmente sustituíbles sin que el sistema se resienta. Pedagogía de ficción, en efecto...
ResponderEliminarYa nos hemos convertido en espectadores de toda forma pedagógica, Juan,
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