Sigo con mis espías. Esto se me está convirtiendo en una especie de juego de la oca, pero con mil bifurcaciones. Voy saltando de un muerto en el frente a un asesinato; de una cárcel a un campo de concentración; de un exilio a un olvido... Ahora mismo he estado leyendo una copia de la ficha policial de una mujer que luchaba en la resistencia francesa de la que, como de la mayoría de tantos héroes anónimos, no sabemos nada. Con frecuencia me quedo mirando sus fotografías como si esperara que por mirarlas intensamente me desvelaran algún detalle de sus vidas.
A medida que voy emborronando papeles, tomando notas y haciendo fichas, más confusa es mi visión del conjunto. Mi problema, de manera muy esquemática, es el siguiente: Algunas generaciones necesitan matar a sus padres. Otras
necesitan también matar a sus hermanos. Cuando desde lejos los vemos enzarzados
en una lucha fratricida, enseguida tomamos partido, porque su sangre es nuestra sangre. Es inevitable. Sin embargo, tomando partido nos entendemos a
nosotros mismos como espectadores militantes del pasado, pero no entendemos a los contendientes tal como ellos se entendían a sí mismos. Los
contendientes se entendían a sí mismos de otra manera. ¿Se puede pretender ser mínimamente objetivo sin tomar en
consideración sus sentimientos, todo aquello que, en cada trinchera, era considerado noble, todo aquello de
sumo valor a lo que estaban dispuestos a sacrificar la vida de sus hermanos, convertidos en enemigos mortales, y la suya propia?
Tolstoi decía que es imposible escribir una novela sobre una guerra sin atender y comprender a todos los bandos
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