No hace falta ser muy avispado para constatar que si hace unos años las escuelas tenían un botiquín, ahora comienzan a necesitar un ATS en plantilla. En algunos países ya están incorporados.
Son muy heterogéneos los factores que explican la deriva terapéutica de la escuela, desde el incremento de todo tipo de alergias entre los niños hasta la misma práctica de la comprensividad, que da por bueno que todos los niños tienen cabida en el aula, sea cual sea su estado físico. Está además el dogma psicopedagógico imperante, que considera que la bondad natural del niño debe salvarse contra todas las apariencias contrarias y por ello postula que el fracaso escolar (académico o conductual) no debe achacarse al alumno, sino a la sociedad o a la institución escolar. El niño con problemas es visto, en la práctica, como un niño afectado por un mal que le ha caído encima y por eso está necesitado de tratamiento.
Los niños con déficits de atención van en aumento. En algunos casos parece haber razones poderosas de tipo biológico que explican su hipermotilidad (ahí está el síndrome de hipermotilidad con pérdida de atención), pero en otros casos, en la mayoría, la falta de atención es, simple y llanamente, una falta de habituación. Y en la escuela, como en todas partes en a vida, el hábito hace al monje.
La técnica pedagógica que a lo largo de los siglos hemos seguido en Europa para fomentar la educación de la atención profunda, ha sido la lectura. No la lectura superficial, sino la lectura lenta de la que habla Nietzsche en el prólogo de
Aurora, una lectura que exige un esfuerzo de concentración y una habituación a la resistencia contra la distracción. Claro está que para que tal lectura sea interesante el texto ha de tener una cierta densidad, que es lo que le falta a la casi (quiero ser generoso) totalidad de nuestra literatura infantil. Nuestros niños no leen literatura, sino pasatiempos literarios infantiles. Por eso cuando llegan a la adolescencia abandonan sus lecturas de niño y las sustituyen por las consolas.
Curiosamente hemos abandonado la práctica de la lectura como práctica de la educación de la atención en un momento en que nuestros jóvenes pasan -según las estadísticas- seis horas diarias delante de una pantalla (del ordenador, del móvil, de la tele, de la consola). Hay estudios suficientes para sospechar que la pantalla puede educar en muchas cosas, pero no en la concentración de la atención.
¿Cómo podemos educar en la atención si hemos abandonado las prácticas pedagógicas que lo permitían?
No podemos.
Por eso estamos abandonando la atención en manos de la farmacología, que está ganando cada día puestos como el aliado predilecto de la pedagogía.
Escribo todo esto, sin duda apresuradamente, tras leer un artículo que me ha parecido de gran interés en el New York Times, "
Poor Children Likelier to Get Antipsychotics".
¿Llegará el tiempo en que los niños ricos vayan a las escuelas y los pobres a las farmacias? La pregunta es, claro, retórica. Pero algo de esto está comenzando a dibujarse en Barcelona. Las escuelas más elitistas están educando a sus alumnos en la responsabilidad, están fomentando la lectura profunda, refuerzan las materias básicas, dan una importancia enorme a la disciplina (aquello que antiguamente se llamaba urbanidad, ¿recuerdan?), los estimulan para ser ambiciosos y pensar en las mejores universidades del mundo, mientras las escuelas públicas parecen incapaces de sobreponerse a su perplejidad: la realidad les está estallando en la cara y aún no saben por qué.
En unas jornadas recientes sobre educación y empresa, un importante empresario catalán y directivo de una asociación empresarial, sostenía que prefería importar trabajadores extranjeros que contratar a los jóvenes que salían de la formación profesional. Por dos razones básicas: porque su formación era mejor y porque no estaban infectados por la cultura del escaqueo laboral.