En los exilios también hay clases. Posiblemente, en ningún otro lugar se ven más claras las diferencias de clase que en el exilio. Los que no tienen nada que llevarse a la boca, acaban buscando entre sus hermanos de hambre salidas efímeras a su lastimosa cotidianidad, mientras que quienes andan con el riñón cubierto, pueden permitirse el lujo de mantener intactas sus diferencias ideológicas a la hora de organizar sus relaciones sociales. Esto es lo que ocurrió, por ejemplo, entre los exiliados españoles en París de los primeros años de la Restauración. Allí el hambre acabó reconociendo como suyos, y sin distingos, a carlistas, republicanos, cantonales, liberales radicales y almas perdidas..., de forma que no era extraño verlos aliados en el común afán de llevarse algo a la boca.
Cuenta don Benito Pérez Galdós en el episodio nacional que le dedica a Cánovas, que entre estos hermanos de hambre no tardó en despertarse el pícaro surrealista que, por lo visto, todo pobre español lleva dentro. Dos ejemplos de muestra.
"Un tal Boneta, cantonal, me propuso un negocio que consideraba de resultados infalibles. Alquilamos una tienda en la rue Grenelle, y nos instalamos en ella sin muebles ni cosa alguna. Pero en la fachada pusimos este anuncio sugestivo: Misterios de la vida parisién, y en la puerta un rotulillo que decía en letras bien claras: Entrada, un franco." Los primeros días la curiosidad de algún incauto picó el anzuelo. Tras abonar el franco, entraban en el espacio vacío. "¿Pero qué es lo que enseñan aquí?", preguntaban. Boneta, con voz estruendosa contestaba: "¡Rien!".
"Un tal Catuelles, carlista, anunció en la prensa que estaba dispuesto a reconocer todos los hijos legítimos no reconocidos por sus padres. En el anuncio, redactado con frases muy patéticas declaraba que lo hacía por lástima de las pobres criaturas (...). En poco más de seis meses, reconoció ciento dieciocho hijos, y ganó doce mil duros".
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