Recitaba Miguel d'Ors en la sala que nos acogía -Facultad de filosofía, Plaza de Mazarelos, Santiago- pero yo, a pesar de estar en la segunda fila y casi en frente del poeta, no oía nada porque entrambos andaba zumbando mi acúfeno sus letanías amargas. Así que me entretuve siguiendo el movimiento de sus manos, que son largas, precisas, de alfarero, cirujano o pianista (o las tres cosas, que viene a ser lo que es un poeta). Después, en la comida, pude resarcirme hablando de mil cosas. Pero esta tarde Enrique García-Máiquez me ha enviado este "poema abuelesco de d'Ors" que recompensa mi silencio atento del viernes pasado con la emoción de las palabras leídas ahora mismo del poeta y el recuerdo vivo del amigo nuevo.
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