Encuentro en la muy problemática biografía que Antonio Alcalá Galiano escribe sobre su enemigo don Agustín Argüelles, este tremendo párrafo: «Soltó más la rienda a sus antiguos odios, y los avivó; odios profundos, enconados; odios de hombre austero, los peores de todos, porque se figuran un monstruo de iniquidad en cada enemigo.» Me interesa mucho el siglo XIX. A mi querido José María Marco le sorprendió que yo defendiera públicamente en una ocasión que en España el orgullo nacional ha sido con frecuencia volcánico y efímero porque hemos tenido poca patria, aunque, ciertamente, hayamos tenido más patria que Estado. Marco valora más que yo los resultados de los esfuerzos de los liberales españoles por construir un Estado. Pero el siglo XIX comienza con una guerra, la de la Independencia, en la que la patria estaba en la boca de todos y el Estado no estaba en ningún sitio. Sigue con las guerras civiles carlistas en la que todos eran patriotas, pero se mataban por su concepción del Estado. Añadamos los gobiernos efímeros, los continuos pronunciamientos militares, el caciquismo y, como guinda, la crisis del 98. Maura se quejaba, con sobrada razón, de que «el divorcio entre el Estado y la sociedad» no fue curado por «los esfuerzos que durante el siglo XIX hizo una pléyade de hombres ilustres.» Y ahí nos sigue doliendo.
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