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viernes, 14 de noviembre de 2014

Arma virumque cano



Martes en Madrid. Miércoles en Tarragona. Jueves en Lleida. En Madrid me encuentro en un plató de televisión con los tres jóvenes con los mejores expedientes académicos de bachillerato.  Uno me cuenta que es de un pueblo pequeño de Navarra. "¿Cuál?", le pregunto. "Ablitas". Resulta que la criatura ha estudiado en el mismo instituto que estudié yo, el Benjamín de Tudela. Hablo con los tres. Me sorprende que no consulten sus móviles. Me aseguran que sí que tienen. Me los enseñan. Los usan muy poco, para hablar con la familia. ¿La receta para el éxito académico? Los tres coinciden: Codos.

Viajo de Madrid a Tarragona al lado de un cura joven, rellenito y cojo, además de un poco maleducado. Se pasa el viaje jugando con su Ipad a juegos de guerra. Veo que aparece la mirilla de un arma en la pantalla y el cura aprieta con ganas, disparando a todo cuanto se mueve. Esto pecado venial tiene que ser.




Hoy. Mucha gente en la conferencia de Lleida. Así que viajo satisfecho hacia Barcelona. El viaje transcurre bastante apaciblemente hasta que, según nos comunican, atropellamos a "un animal de considerable tamaño". Inmediatamente los pasajeros sienten, por lo que se ve, una necesidad imperiosa de comunicar la noticia a los ausentes, que para eso se inventaron los móviles. Una señora mayor, detrás de mi, le cuenta a una amiga lo ocurrido y después pasa a lo que realmente quiere contar, a gritos, claro: las últimas horas de su marido, al que enterró el martes. Todos nos enteramos de sus últimas palabras, sus estertores, de la necesidad que tiene la mujer de comenzar de nuevo. De lo bien que se han portado sus hijos. A mi lado una joven habla con una amiga. Por lo que entiendo, la amiga le ha puesto cuernos a su novio, que es muy guapo pero que sale poco, y tiene pocos amigos, así que no se enterará. "Claro hija, tú tuviste tu momento y supisteis aprovecharlo". Si, si se entera... se armará una buena, "claro tú lo quieres", ya". Pero no se enterará... aunque, por lo que oigo, ya lo saben todos sus amigos comunes. Así no hay manera de leer a Strauss.

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