No sé ni si tiene nombre. Su decoración, como puede observarse, es de un estricto funcionalismo minimalista. El propietario es un gitano moreno de unos treinta años y ojos vivos que trata a los clientes de usted, pero sin un ápice de servilismo, con ese usted que engrandece al que sabe usarlo. Sirve cerveza o agua. Eso es todo.
Su salón es una plazoleta muy poco transitada con un banco comunal acogido a la piadosa sombra de un árbol filantrópico desde el que se divisa la Alhambra, y eso, señores, son palabras mayores.
Uno se sienta allí con la cerveza en la mano, su Agente Provocador al lado, envuelto en el silencio, y deja que se disuelvan seráficamente los minutos en la placidez de la mañana y con ellos deja disolverse también sus preocupaciones, que no son nada ante el esplendor de la Alhambra, el cielo eterno y la hermana sombra. Es verdad lo que decía San Agustín: uno sabe, perfectamente, qué es el tiempo... siempre y cuando no tenga que explicarlo.
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