Son las 7:20 de la mañana y llevo toda la noche dándole vueltas a un mail que me llegó de México a las 2:15, cuando ya estaba apagando el ordenador para irme a la cama. No les hablaré del contenido del mail que tiene que ver, claro está, con mis espías, sino de algo más importante: del interés de la investigación.
Veo que seguimos empeñados en las escuelas e institutos en adornar el trabajo académico con intereses extrínsecos al mismo trabajo. Hay que convertirlo en juego (hay que "gamificarlo", dicen ahora los pedantes), hay que hacerlo atractivo... Quizás porque suponemos que el trabajo intelectual por sí mismo no es suficientemente interesante y que necesita un refuerzo externo. Es como si -por emplear una imagen de mi cada vez más admirado Lucrecio- el conocimiento fuera una medicina amarga que debe ser administrada a los niños untando los bordes del vaso con miel. De esta forma lo que conseguiremos es que les guste lo que ya les gusta, la miel, y que les disguste lo que ya les disgusta, la medicina.
Comienzo a sospechar que el trabajo -sin duda, considerable- que muchos docentes dedican a endulzar los conocimientos es inversamente proporcional al placer que ellos mismos encuentran en el estudio.
En el momento es que nos preguntamos cómo hacemos interesantes y útiles las matemáticas, estamos reconociendo nuestra incapacidad para transmitirles a nuestros alumnos la belleza inherente al mismo saber matemático... o a la historia, o a la química... o a la investigación filosófica. Pero se trata de una belleza que no se nos regala sin esfuerzo, sino que se encuentra en eso mismo que hace gratificante el esfuerzo del conocimiento.
En el momento en que renunciamos al disfrute del esfuerzo del conocimiento, estamos transmitiendo a nuestros alumnos como lección esta renuncia. Nuestra actitud ante el saber es siempre nuestra principal enseñanza.
Cuando los antiguos sostenían que la teoría era el verdadero placer del hombre libre sabían muy bien lo que se decían.