Anda Betty Minc echándome la bronca desde París, a ver cómo es que viviendo en la costa me gusta tan poco la playa. Le digo que me gusta mucho en invierno, pero ella se refiere al calor, que por lo visto en París los ha cogido desarmados. Como todo es relativo, mi amigo Mohamed, que es una tienda ambulante de CDs piratas, me dice que para calor el de su país, Pakistán. Debo añadir que mi amigo Mohamed me admira mucho porque yo no soy uno de esos occidentales que van a la playa a desnudarse. Yo voy siempre dignamente vestido, me dice. Pero como la carne es débil y estoy ya saturado de espías, ayer, a las nueve de la noche me di el primer baño del año. Y me gustó tanto, que hoy he repetido. Acabo de llegar a casa. Tengo que hacerlo más veces, aunque sólo sea por lo rica que sabe después la cerveza.
La verdad es que una vez en el agua me gusta bracear a esta hora de la tarde en que el horizonte es una pintura de Rotkho y parece que tienes todo el cielo para ti, no hay niños gritando en la orilla, ni jóvenes pasando corriendo a tu lado, ni estridencias musicales, sólo el mar delante de ti, el cielo encima y el horizonte diciéndote que no está hecho para ser alcanzado. Claro que precisamente porque no podemos alcanzar el horizonte tenemos acceso al sentido que el horizonte nos permite crear en su interior.
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