Esta mañana, mientras amanecía, hemos recorrido la Devil Dog Road y nos hemos parado a desayunar en un lugar singular, un amplísimo edificio de madera regido por una india Hualapai muy amable, en el que se acumulaban toda clase de objetos, sin orden alguno. Una especie de almacén de su memoria familiar. Mi agente provocador, siempre sensata, ha pedido tostadas, mantequilla y mermelada. Yo, más dado a jugar a la ruleta rusa, me he dejado seducir por unos huevos rancheros. ¡Dios mío! Picaban como si hubiesen sido cocinados por el mismísimo diablo. Pero como a mi me enseñaron en casa que nunca hay que dejar nada en el plato, y que lo que se pide, se come; he tenido que desayunar entre lágrimas.
Al despedirnos la india nos ha preguntado a ver si éramos de Bilbao. Ha sospechado en nuestro acento una cierta familiaridad con el de un par de bilbaínos que unos días antes habían desayunado (y por lo visto, de manera muy muy generosa) en el local. Por lo que he podido entender, uno de ellos dio una especie de míting etílico defendiendo (prejuicio obliga) que los Estados Unidos están bien, pero que nada como Bilbao. La india sospechaba que por muy maravilloso que fuera Bilbao no podía haber nada en el mundo superior a Las Vegas y, aquí está la clave del asunto, quería saber nuestra opinión: ¿Bilbao o Las Vegas?
Difícil dilema, sin duda, pero como yo tenía la lengua ardiendo no he tenido reparos en defender una tercera opción: la de Ocata. Lo he hecho, obviamente, con lágrimas en los ojos.
Creo que la india hualapai ha llegado a la conclusión de que los que hablan como los de Bilbao son gentes de poco fiar, porque se dejan llevar con demasiada facilidad por el entusiasmo de una lengua naturalmente dada a la excitación.
Hemos seguido el viaje hasta enlazar con la mítica Ruta 66. A medida que la euforia de los huevos rancheros se ha ido desvaneciendo, me ha ido inundando un profundo sentimiento de bienestar. La felicidad debe ser muy semejante a ese estado que se ha apoderado de mí mientras conducía, sintonizando las mil emisoras ortodoxamente fieles al rock clásico, con mi agente provocador al lado y esa naturaleza inabarcable y dramática en el horizonte. De vez en cuando nos adelantan grupos compactos de moteros. En torno a Peach Spring se han hecho omnipresentes. Son hombres y mujeres ya entrados en años. Muchos superan claramente los sesenta. Recorren las carreteras disfrutando pausadamente, a sorbos, la música coral de sus Harleys y embozados en toda la parafernalia de su mitología, sin faltarles detalle. No negaré que la primera vez que te encuentras en la carretera rodeado por treinta moteros, la cosa impone. Pero es fácil descubrir que son buena gente, unos estetas del camino.
Como siempre, ¡qué bien narrado!
ResponderEliminarPor unos momentos, me he sentido en la ruta 66.
Buen viaje.
Es mi sueño ...jubilarme y patear carreteras en una Harley ...ni le digo que disfrute , ya veo que lo esta haciendo:)
ResponderEliminarDeben andar de regreso de Barcelona. Los moteros digo. Que hace un par de semanas se reunieron unos quince mil alrededor de la plaza España con sus Harley relucientes de cromados, sus chalecos de cuero negro con flecos y sus coloridos tatuajes. Eso sí, sesenta años no tenían, que yo me fijé en alguna motera jamona por la que me hubiera dejado secuestrar para pasarme el resto de mi vida recorriendo carreteras pegado a su rotundo trasero.
ResponderEliminarComo me alegro y como me gusta todo lo que le leo .~)
ResponderEliminarUn fuerte abrazo para usted y otro, aunque no sé si debo, para su agente provocador. Y que ENVIDIA, don Gregorio, qué envidia .)
A seguir corriendo y comiendo todo lo que se pueda, que en las fotos le veo muy bien. Eso era lo que necesitaba y no a su amigo el psi con aquel síndrome enciclopédico.
Sergi: las visitas de Musairibo siempre aparecen por esta café con un aire exótico (o eso me parece a mi) que es de mucho agradecer. Un abrazo.
ResponderEliminarPeggy: Y el mío. Así que quizás un día nos crucemos por esos mundos de Dios.
ResponderEliminarArrebatos: Yo me fijaba especialmente en los moteros añejos, porque formaban parejas envidiables que se tomaban muy en serio su vocación motera, como tiene que ser.
ResponderEliminarRespecto a la imagen de la jamona, no puedo menos de imaginarme alguna viñeta del gran Robert Crumb.
Doña Kasandra, ¿dónde se había metido? Este mundo de los blogs no es el mismo sin usted, de verdad verdadera. Yo creo que mi Agente Provocador estará encantada de recibir un abrazo suyo.
ResponderEliminar¿O sea que usted también me ve... sobradito de kilos?
Que le va a sobrar nada, Don Gregorio. Ando leyendo en silencio y escuchando toda feliz el dulce grillo de mis acúfenos. Y alguna ruta cae... Pero le leo. Siempre. Sonrisas .~)
ResponderEliminarExacto Don Gregorio, Josep Pla no lo habría definido mejor. Eran moteras jamonas dibujadas por Robert Crumb, pero por desgracia con más ropa.
ResponderEliminar¡¡¡Tres hurras por Robert Crumb!!!
ResponderEliminarKasandra: ¡Qué cabrones los acúfenos! En mi caso., desaparecieron por completo en el desierto. Así que estoy pensando a irme a habitar su desolación a ver qué.
ResponderEliminarEn todo caso -y hay aquí un cierto consuelo- nos une el sentir el mismo murmullo. Quizás algún día se descubra que nuestros acúfenos son el ruido de fondo del Universo, o sea la música del bing bang, y estamos sintonizamos el primer instante del mundo sin saberlo.
¿Cómo era aquello de que toda maldición esconde una bendición disfrazada? Por cierto, vengo a decirle que por ''mis espacios'' alguien entró buscando el día de su cumpleaños... deben querer hacerle un regalo sorpresa. Pero por si es hoy: muchas felicidades :))
ResponderEliminarUna crónica estupenda. Abrazos.
ResponderEliminarfgiucich: Se hace lo que se puede. Gracias.
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