Lunes, 17 de septiembre
8:00. Aeropuerto del Prat. Barcelona.
Hay en el inicio de todo viaje a las lejanías la esperanza latente de una aventura inédita, aunque sea pequeña, que nos permita regresar a casa con la cabeza alta, porque un viaje que responsa, día a día, a lo programado es casi como una derrota. Claro que uno tiene ya avanzada la sesentena y sabe bien que Penélope queda atrás y que, inevitablemente, lo que redescubrirá es la añoranza de Ítaca en el sabor –quizás- de una cerveza exótica… o de cualquier otra aventura probable.
23:30 (hora mexicana: 6 horas más en España). Hacienda Galindo. San José Galindo, a unos kilómetros al sur de Querétaro. México.
Esta asombrosa hacienda barroca me ha permitido descubrir el significado de la palabra “hacienda”. Aquí me sorprende todo: las dimensiones del latifundio y las de la casa (168 habitaciones, 17 salones…), la perfecta geometría en que está departamentalizado el espacio, el rumor del agua en los patios interiores, el silencio monástico que, sin duda, no se corresponde con el bullicio que acogería en los días de labor esta monumental hacienda. Todo poder se expresa es una organización determinada del espacio y aquí da que pensar que junto a la monumentalidad de la casa se encuentra una humilde iglesia, con un Crucificado tan humilde que está rodeado de cardos pintados con purpurina, como un pantocrátor de la humildad.
Nada más bajar del avión he visto, por fin –en mis anteriores viajes a México se me habían escondido-, la cumbre nevada de Popocatépetl y el perfil, a su lado, de la Mujer Dormida, iluminados por la luz casi horizontal de un sol declinante. Un conductor me ha acercado a San José Galindo tras atravesar procesionariamente la Ciudad de México en época de lluvias. El viaje ha sido lento, interminable. Había que abrirse paso entre el fragor de la tormenta intentando no perder de vista las difusas luces de los faros de los coches. El chofer, muy amable, se ha interesado por los motivos de mi viaje y yo he aprovechado la conversación para meter baza y pedirle que me explicase los matices de un adverbio de tiempo que me resulta muy elusivo: “ahorita”.
El hombre se toma mi pregunta muy en serio. Carraspea, toma aire, y se esfuerza en explicarme las cosas como son.
- El mexicano cantinflea un poco –me dice-… Quiero decir –me aclara- que es como que dice pero no dice, ¿me entiende?
Lo entiendo. La conversación deriva del ahorita al pulque y el hombre se lamenta de la desaparición de las pulquerías “Solo van los pobres, gente baja, inquietante, como cargadores, obreros, albañiles y así.”
Martes, 18 de septiembre
0:00. Habitación de la Hacienda Galindo. Ahora sé que estoy en el antiguo Camino Real que llevaba al Norte.
El capricho de las palabras que vienen a visitarme mientras intento dormirme: “caerse el alma a los pies”, “echarse el alma a las espaldas”, “arrastrar el alma”, “desalmado”… Me imagino que es el efecto del jet lag.
15:16
Me llegan –acabo de escribir “me llagan”: ¡cuánto saben de nosotros nuestros errores- ruidos de fondo de España y desde aquí, desde un México desbordado por urgencias gravísimas, el ruido es solo ruido al que no apetece prestar atención. Voy a intentar tomarme vacaciones de España durante unos días.
De todos los consejos que les he dado a mis hijos, si tuviera que quedarme con uno solo, elegiría uno que he tomado prestado de Epicuro: cuando vayas al mercado, no te olvides de hacer un amigo. Un viaje se mide por las puertas que te abre o te cierra.
He hablado esta mañana ante 200 directivos de una asociación de escuelas mexicanas y les he contado, entre otras cosas, que el día antes de morir, Sócrates se empeñó en aprender a tocar una cancioncilla con una flauta de caña. Alguien le preguntó, insolente, a cuento de qué dedicaba sus últimas horas de vida a semejante menester. “Pues para aprender a tocar esta canción antes de morir”, contestó el filósofo. Estudiar, les he intentado explicar, es una de las formas que tiene el alma de proporcionarse experiencias de orden y equilibrio, ya que el alma tiende a mimetizarse con aquello que conoce.
17:12. Un banco de piedra en los jardines de la hacienda, junto a la antigua alberca, ahora una enorme piscina.
Le he preguntado a un jardinero los nombres de las plantas que nos rodean y me los he tenido que apuntar para saber pronunciarlos, porque se me enredaban en la lengua: garambullo, capulincillo, anacahuitle…
La voz de dos mujeres jóvenes me hace levantar la mirada. Las dos han asistido a mi conferencia esta mañana y quieren que les explique qué he querido decir cuando he dejado escapar que el sentido de la posibilidad y el de la realidad se mueven en sentido distinto.
- Que el incremento de uno se realiza en detrimento del otro-, les contesto.
Como me miran desconcertadas, me veo en la necesidad de dar más explicaciones.
- Las sociedades tradicionales son conservadoras porque tienen muy poco desarrollado el sentido de lo posible. Les cuesta imaginarse que las cosas puedan ser de otra manera. Poseen una imaginación desnutrida. Las sociedades modernas, como la nuestra, por el contrario, se han rendido al innovacionismo porque tienen tan desarrollado el sentido de la posibilidad que no pueden soportar la estabilidad de las cosas, que no sean ya de otra manera.
- ¿Pero se puede abandonar, sin más ni más, el sentido de la realidad? –me pregunta una de ellas.
- ¡Y tanto que se puede! Pero él se venga…
- ¿Cómo?
- Haciéndonos sentir una gran incomodidad con todas y cada una de las elecciones equivocadas que hemos hecho a lo largo de nuestra vida.
Y hablando, hablando, me entero de que, según la leyenda, Hernán Cortés le regaló esta hacienda a la Malinche, que estaría enterrada en algún lugar de la misma.
23:00. Habitación del hotel.
Decía Aristóteles que la ciudad está hecha de diferencias. Esta noche le he vuelto a dar la razón. He cenado con un cura mexicano que ha resultado ser un hincha del Español (Fútbol Club), que ha contado un chiste de judíos en la homilía y que cree que tras Puigdemont se esconde el Diablo, porque “todo lo que separa es obra del Maligno”.