martes, 9 de octubre de 2018

Diario de un viaje, IV

Sábado, 22 de septiembre

9:00. La Casa de los Abuelos, desayunando.

Ayer estuve en un lugar mítico, el Colegio Madrid. Me acompañaban el Consejero de Educación, Enrique Cortés de Abajo, y Luis Cerdán Ortiz-Quintana, Secretario General de la Consejería.

Había quedado con ellos en el Ateneo Español y me encontré con que estaban haciendo “limpieza” en la biblioteca. Me dieron la oportunidad de elegir lo que quisiera y contuve con aplomo la tentación de cargar con cuanto me parecía interesante. Elegí un libro. Uno solo, editado en México en agosto de 1940 por la Editorial Séneca, fundada un año antes por exiliados españoles, Bergamín en cabeza. Es Concordia y discordia, de Luis Vives. Esto, de por sí, ya me hubiera bastado para elegirlo, pero es que, además, lleva la firma de José Puche, que fue quien lo donó al Ateneo Español de México. Este eminente científico murciano, fue rector de la Universidad de Valencia durante la Guerra civil. Al poco de llegar a México, fundó el instituto Luis Vives.  

Con este libro en la mano acudí al Colegio Madrid, un injerto de la Institución Libre de Enseñanza que ha crecido frondoso en la Ciudad de México, envuelto en el mayor prestigio. Se fundó con recursos de la JARE (Junta de Auxilio a los Republicanos Españoles) y aunque no fue el único levantado de esta manera, creo que se puede afirmar que ha sido el más consolidado. Siempre ha estado dispuesto a prender de su propia experiencia y a integrar todas aquellas experiencias ajenas de éxito que pudieran ayudarlo a crecer y a desarrollarse. Tuve el honor de abrazar a su directora, Rosa María Catalá, y dirigirme al claustro de profesores para hablarles de mis preocupaciones pedagógicas.

A las 11:00 he quedado en el hotel con Xavier Guzmán, de la Secretaría de cultura del gobierno mexicano. ¡Voy para allá!

12:45. Hotel María Cristina.

Reencuentro breve, pero intenso, con Xavier Guzmán. Como ocurre siempre con los amigos, seguimos las conversaciones que dejamos abiertas ayer. Vuelvo a asegurarle, por ejemplo, que existe en el pueblo navarro de Vidangoz, en el Valle del Roncal, un trío de mariachis, padre y dos hijos, que se hacen llamar Los Tenampas y cantan corridos en español y en euskera. Uno de sus éxitos se titula Un charro en San Fermín. Xavier está a punto de publicar un libro sobre Teresa Proenza, amiga de Caridad Mercader, y tengo el honor de haberle dado alguna pista interesante para el mismo. Teresa Proenza es, entre otras cosas, la diplomática cubana que recibió a Lee Harvey Oswald, el asesino de Kennedy, en la embajada cubana en México. En el transcurso de la conversación me entero de que Xavier estudio en el Colegio Vives, fundado por José Puche.

Y ahora voy a ver si consigo llegar al Hospital 20 de Noviembre, donde está ingresado mi amigo Martín Barrón.

22:00. Hotel María Cristina

Decía un proverbio griego antiguo que un mal amigo es peor que un mal puerto. Hay que evitarlo. Obviamente, un buen amigo es un buen puerto, incluso en sus peores momentos.

El Hospital 20 de Noviembre se encuentra en Coyoacán, el barrio en el que vivía Trotsky y en el que fue asesinado por Ramón Mercader. A punto he estado de pedirle al taxista que se demorara un poco por sus calles, para coger fuerzas anímicas para enfrentarse a Martín.

Me he perdido intentando llegar a la cama 2304. He acabado en un pasillo sin salida. Una doctora se ha apiadado de mi y me ha conducido casi de la mano hasta mi destino. He abrazado a Martín y tras las frases de rigor, nos hemos dicho lo obvio: una leucemia admite pocas ironías.

Martín es un criminalista importante, de prestigio, al que conocí en el transcurso de mis investigaciones sobre Ramón Mercader y con el que he acabado colaborando en un libro… dedicado al catalán más universal del siglo XX. 

Le he comentado algunos de mis últimos descubrimientos. Por ejemplo, que Ramón, a pesar de estar condenado a 20 años de reclusión, salía de la cárcel cuando quería. Le bastaba con decirles a sus carceleros la hora en que volvería. Martín no se ha extrañado. En la cárcel de Lecumberri sucedían cosas que serían imposibles de creer en cualquier otra parte del mundo. Había, por ejemplo, una banda de ladrones de coches que salía cada noche a ejercitar su oficio y, tras dejar los coches robados en un lugar determinado, regresaban a sus celdas. Por la mañana, unos carceleros que colaboraban con ellos, iban a recogerlos para llevarlos a quienes los vendían. No era raro, tampoco, que un preso saliera unos días de la cárcel dejando a un familiar en su lugar, como garantía de su retorno.

Nos hemos contado nuestros proyectos, siempre más provisionales de lo que querríamos, nos hemos conjurado a ser fieles a las personas que nos quieren y nos hemos despedido, quizás, hasta otra ocasión, con un fuerte abrazo.

He decidido bajar a la planta baja por las escaleras. Una mujer de unos sesenta años, regordeta, como escapada de un cuadro de botero, con falda de tubo y zapatos de tacón, que se veía obligada a bajar los peldaños de medio lado, me ha contado, sin más ni más, que por el hueco de esa escalera se “aventó” una enfermera y ha añadido muchos más detalles de los que yo hubiese querido escuchar.

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