He pasado día y medio en una ciudad que, cuanto más la conozco, más fascinante me parece, Valencia. Es una ciudad hecha para perderse por ella parsimoniosamente, porque solo de esta manera descubres algo inesperado a cada paso.
Nada más bajarte del tren te recibe una auténtica granizada de luz. De una luz viva que no se parece a ninguna otra que conozca. Es una luz diáfana, alegre, que concede un plus de vida a cuanto toca. En ningún otro sitio los blancos tienen esos blancos de domingo. Envueltos en esta luz los valencianos caminan sin prisas, como si acabasen de recibir una magnífica noticia y estuvieran saboreándola despacio. Aquí siempre me han tratado bien.
Para mi tiene Valencia, además, el atractivo de sus librerías de viejo: El Asilo del libro (caótico, polvoriento, donde solo se encuentra lo que el destino se digna poner caprichosamente a tu alcance), gestionada por el dependiente más displicente e imperturbable que imaginarse pueda; la Guarida de las maravillas (ordenada, con cada libro en su envoltorio de celofán), el propietario, un portugués-brasileiro, es amable y eficiente y está siempre predispuesto a contarte cómo ha acabado en la capital del Turia y la Librería Auca, donde me encontré todo al 50% de descuento porque están a punto de cerrar. Así que me gasté el doble de lo que tenía previsto.
Pero como no todo a de ir de libros, déjenme que guarde un recuerdo especial para memorable un arroz caldoso de pato, saboreado en un lugar -la cruz del molino de Godella- que en sus tiempos (1900) fue pintado por Pinazo de esta manera:
Y que hoy se encuentra así:
La luz. Es verdad. En mis tiempos de "alto ejecutivo bancario" fui frecuentemente a Valencia y siempre me sorprendió la luz que recibes. Es distinto. Hay que verlo y vivirlo.
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