Este libro se comenzó a escribir en el autobús que me llevaba, la prometedora mañana del 25 de junio del 2021, de Córdoba a Hornachuelos. Durante el trayecto tomé apresuradamente las primeras notas que aquella misma tarde comencé a desarrollar en mi habitación de la hospedería del monasterio trapense de Santa María de las Escalonias, a donde me dirigía sin comprender muy bien el impulso que me guiaba, pero sintiendo nítidamente su fuerza y su empuje. Decidí seguir el horario de los monjes y levantarme a las cuatro de la mañana para acompañarlos en sus cantos con mi escucha atenta. En aquellos días, de los que recuerdo especialmente la serenidad de la noche profunda, con una luna inmensa, bruñida, que lucía su hierática majestad sobre los altísimos eucaliptos que aromatizaban de esperanza la avenida del monasterio, fui añadiendo más anotaciones. La impaciencia de las palabras que se arremolinaban en la punta del bolígrafo me forzaba a mantener la moleskine siempre abierta.
De las Escalonias me trasladé, caminando con mi bastón, la mochila a la espalda, mi sombrero de paja y mis sesenta y seis años, a Hornachuelos, punto central de mis caminatas radiales por los senderos de Sierra Morena, explorador caprichoso de límites, horizontes e instantes. Como se sabe, el horizonte es lo que dota de figura a un paisaje y permite interrogarlo por la contrafigura de lo indefinido que esconde la distancia, allá donde no alcanza la vista. ¿Y el instante, qué es, sino el hito del tiempo?
«Ser hombre», escribí aquella noche, «es tener la capacidad de fijarse límites» y, por lo tanto, de orientarse y errar. El errático es el que da la espalda a los límites y anda extraviado. Con razón un discípulo de Platón, Jenócrates, definía la sabiduría como la facultad de poner los límites —o mojones— adecuados a las cosas. Como un mojón, en griego, es un horos, la prudencia era para él una horística.
Caminar por Sierra Morena a primera hora de la mañana es atender a los límites de las últimas penumbras y al barrunto de la luz que cantan, impacientes, las avecillas, habitantes naturales del entrambos. En uno de sus tan sugerentes comentarios de los textos mesiánicos, escribe Emmanuel Lévinas: «Todo el mundo es capaz de saludar a la aurora. Pero distinguir el alba en la noche oscura, la proximidad de la luz antes de que resplandezca, en eso consiste tal vez la inteligencia». Ésa es, precisamente, la inteligencia que posee la alondra y le falta a la lechuza de Minerva.
Caminar cuando apunta el alba es sentirte teórico del cielo y del infinito, de esa íntima e inquietante lejanía de las estrellas. Schelling, siguiendo a los clásicos, decía que en el hombre la Naturaleza se contempla a sí misma y, al observarse a través de nuestros ojos, toma conciencia de sí. Efectivamente, sin el hombre, la naturaleza permanecería muda, ilegible, sin hitos ni horizontes ni fronteras. Nadie entendería la inteligencia de la alondra. Cuando despierta el rumor germinal de la naturaleza, caminar es un ejercicio de hitología —de «hito», dado que son hitos o mojones los que suelen marcar los límites— y una horística. En el Llibre de meravelles de Ramon Llull, un padre da este consejo a su hijo: «Ve per lo món e meravella’t» [Ve por el mundo y maravíllate] . Esto es lo que me decía a mí mismo cada noche al meterme en la cama.
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