Comencemos por lo importante: se si muere hasta Belmondo, aquí no se salva nadie. A quienes no conocieron a Belmondo esto les parecerá una tontería, pero que esperen un poco: también ellos asistirán perplejos al entierro de sus inmortales.
Aprovechando una invitación para ir a dar una charla al Escorial, mi Agente Provocador y yo decidimos hacer un pequeño viaje por tierras castellanas. Cada vez entiendo mejor el profundo encanto que encontraba en ellas Unamuno. Castilla era para él una fuente inagotable de inspiración. Cada vez, al mismo tiempo, me parece más evidente, que la auténtica lectura es la del paisaje.
Iniciamos nuestro recorrido por una ciudad que siempre habías dejado de lado, Guadalajara. Visitamos, por supuesto, el justamente famoso Palacio del Infantado y la injustamente desconocida cripta de los Mendoza, pero la auténtica sorpresa nos la proporcionó la concatedral, porque no tiene necesidad de gritar su belleza. Le basta con insinuarla con la harmonía de sus formas y el viajero queda prendido de ella.
El Escorial nos recibió con un día luminoso, que hizo aún más luminoso el hecho de que nos hubiesen reservado un hotel con piscina. Siempre impresiona este grave lugar, tan vivamente poblado de ausencias imperiales. Mi Agente Provocador subió dos veces -en el mismo día- hasta la Silla de Felipe II. La primera vez, como iba sola, subió y bajó corrriendo. Yo con un paseo, a media tarde, tuve más que suficiente. Además, tenía prisa por llegar a una librería de viejo antes de que cerraran, la Antonio Azorín, en Joaquín Costa 1, gestionada por uno de los libreros de viejo más sabio y amable de España. Larga charla y buenas compras. Y aún hubiese comprado más si él hubiese querido venderme alguna de las maravillas que guardaba en la trastienda. Hasta le hice una oferta por un busto de Platón, pero me dijo que por nada del mundo vendería a Platón. Y así me ganó definitivamente.
El regreso a Ocata lo planeamos para hacerlo sin prisas. La primera parada, en las orillas del Duero, fue San Esteban de Gormaz, para visitar la iglesia de la Virgen del Rivero. Mereció la pena. Despés seguimos viaje hasta Ucero, donde teníamos reservada una habitación en un hostal a la orilla del río. A primera hora de la tarde nos pusimos la vestimenta adecuada y salimos a andar a buen paso en dirección a la iglesia templaria de San Bartolomé, en el Cañón del río Lobos. Un paseo espectacular que, entre la ida y la vuelta, no bajaría de los 20 quilómetros.
Antes de llegar a Ucero se nos antojó subir hasta el castillo del pueblo por un senderillo de cabras en la parte más empinada. Un mal paso y nos hubiéramos caído rodando cien metros hasta el río. Caía ya la tarde, la temperatura era agradable y la luz, acogedora.
Una vez visto el castillo, no nos dio la gana bajar al pueblo por el camino más corto y dimos un rodeo de tres quilómetros para llegar a un canal que los romanos excavaron en la roca y entrar a través de sus 133 metros en el pueblo a las ocho de la tarde. Este canal era parte de la infraestructura hidráulica que captaba las aguas en
las fuentes del río Ucero para abastecer a la ciudad romana de Uxama,
situada a 17 Km.
Buena cena y a la cama, rendidos y satisfechos.
Teníamos intención de despedinos de Castilla en Ucero, pero a la vuelta no hemos podido resistir la tentación de detenernos en Almazán, patria del insigne Diego Laynez, "luz de Trento". En este país uno puede tomar al azar una dirección cualquiera que no tardará en descubrir alguna maravilla que justifique su caminar. En este caso, fue la iglesia de San Miguel, una joya del románico segoviano.