Estoy tirando libros.
Esto es algo que hay que hacer de vez en cuando, porque llega un momento en que no cabes en tu propio cuarto y, lo que es peor, no hay manera de localizar el libro que necesitas consultar.
No me cuesta demasiado desprenderme de algunos, pero el criterio que sigo para conservar aquellos de los que no quiero separarme es bastante caprichoso.
Me cuesta desprenderme de los que compré en algun lugar o en alguna situación que, por lo que sea, me parece memorable.
Me resulta imposible desprenderme de los que conseguí en ciertas librerías de viejo de ciertas ciudades. Los libros comprados en las librerías de viejo de Santiago huelen a lluvia y los comprados en Sevilla, a azahar. Los de El Escorial o Córdoba me traen el recuerdo del librero... Los conseguidos en México, Bogotá, Montevideo... huelen a exilio. Etc.
Quizás el libro que se queda en las estanterías no valga demasiado por su contenido, pero no puedo desprenderme de él porque sería como estimular el olvido de aquella concretísima y entrañable circunstancia en que lo adquirí.
Me duele desprenderme también de ciertos autores, no muchos: Borges, Baroja, Patocka, los clásicos españoles, Platón, los griegos, Leo Strauss y los estraussianos, los conservadores españoles de los siglos XIX y XX... aunque sé muy bien que es altamente improbable que vuelva a leer alguno de ellos, pero, en conjunto, son responsables de un cambio de perspectiva en mi vida y me siento en deuda con ellos.