Aprovechando que estoy "alone again (naturally)", he vuelto a ver la primera y la segunda parte de esa obra maestra que es El padrino.
No voy a marearos repasando el derroche de genialidades del guión, los actores, el montaje, la iluminación... y, muy especialmente de un Francis Ford Coppola que impregna cada secuencia impregnándola con su propio estado de gracia.
Creo que estarán ustedes de acuerdo conmigo en que esta es una de las grandes obras de arte del siglo XX y que a El padrino, como al Quijote o a Homero, hay que volver de vez en cuando, porque nunca decepcionan. Siempre ofrecen algo nuevo. Esta vez he visto en El padrino una reflexión sobre el poder que bien podría haber sido firmada por el mismísimo Maquiavelo. El Padrino es la Florencia de los Medici, pero en los Estados Unidos.
Lo que nos cuenta es que no se puede ascender en el poder sin ir soltando amarras afectivas. En esto el poder es -en parte- como la pobreza. Tampoco se puede caer en la miseria sin que te suelten amarras.
El poder es la pasión absoluta, el Eros más desnudo y acuciante, el agujero negro en el que se consumen todas las fidelidades.
El crisol en el que cuaja lo que la inmensa mayoría nunca probaremos.
Pero cuando una historia tan triste y desesperanzada como esta te la firma un genio, entonces es hermoso lo terrible y surgen chispas de luz entre los charcos de sangre que van tiñendo las aceras.
Hay mucho de Lucrecio en Ford Coppola.
Son obras maestras. Un beso
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