Adolphe fue un niño alarmantemente propenso a los accidentes. Antes de cumplir dos años, se cayó por las escaleras y se rompió la cabeza al chocar contra el suelo de piedra. Con tres años, casi muere al echar un trago de una mezcla de vitriolo y agua que confundió con leche, se salvó gracias a que le hicieron beber una buena dosis de aceite de oliva. Le siguieron un envenenamiento con plomo, otro con óxido de cobre y un tercero con arsénico. Además se tragó un alfiler. Una explosión de pólvora le provocó quemaduras severas y lo arrojó a una distancia considerable. Se quemó con una sartén. Le cayó una piedra del techo que le hizo una cicatriz en la cabeza. En otra ocasión se durmió en una habitación en la que se estaban secando varios objetos recién barnizados y lo encontraron poco antes de que muriera asfixiado por los efluvios. Cuando lo sacaron medio ahogado de un río en el que había caído, su madre dijo: “Este niño está condenado. No vivirá mucho tiempo”. Pero murió a los 79 años.
El azar es el azar, y poco sabe de bondad o de maldad. Simplemente actúa como un niño. Así lo entendió aquel conocido de Bertolt Brecht que perdió en un tren el manuscrito de un tratado de moral que acababa de escribir. Tras reflexionar sobre lo que le había ocurrido, volvió a escribirlo, pero esta vez hizo del azar el eje central de su sistema ético.
¡Qué barbaridad! Éste es como Jessica Fletcher de "Se ha escrito un crimen" sólo que en víctima. Allá donde van pasa una desgracia.
ResponderEliminarComo para estar junto a él en día de tormenta.
Desde luego el jazz le debe mucho pero su seguro de accidentes mucho más.
Ya decía Borges que hay cosas que sólo pasan en la realidad.
EliminarSe lo comía todo. Literalmente.
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