Para combatir con arrojo el jet lag, que me mantiene recluido en el limbo del entrambos, he ido esta tarde a Vic, a dar una charla en el templo romano. Tiene su qué, eso de hablar en el interior de un templo del siglo II. Las palabras resuenan como si desearan resistirse a su inmediato desvanecimiento y uno tiene la sensación de que intentan revolotear en el aire tan denso de historia antes de caerse muertas sobre las losas del suelo. Este templo fue palacio y fue cárcel antes de ser atracción turística y sala de conferencias.
He intentado mantener una compostura digna de los genios del lugar y a escondidas he libado una gota de agua embotellada a los dioses olvidados que un día lo habitaron. Un niño lloraba en la última fila, que es la manera que tienen los bebés de santificar los templos y un púber, en la tercera, asentía a cuanto su padre le susurraba, comentando lo que yo decía.
Uno va asumiendo una cierta veteranía en estas cosas y acepta con normalidad saludos efusivos que proceden del olvido: de aquella vez que cenamos en tal sitio o de aquella charla que diste en tal otro o del libro que me dedicaste... "ya no te acordarás de la dedicatoria...".
Intento hablar sin retórica de lo que creo, mirando cara a cara a quienes tengo delante, esperando que acepten mi sinceridad y que tomen de ella lo que les parezca oportuno. Creo que nos lo hemos pasado razonablemente bien.
La librería de viejo de la ciudad, la gran Costa Llibreter, estaba cerrada -¡sábado por la tarde!-. En la plaza, banderas y consignas independentistas, un grupo reducido de jubilados de Comisiones Obreras pidiendo pensiones dignas y adolescentes esperando que la vida les salga al encuentro.
¡Qué hermosa es Cataluña! ¡Y qué compleja!
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